jueves, 14 de junio de 2007

domingo, 25 de marzo de 2007

Cuarenta años de soledad


1967-2007
Cuarenta Años de Soledad







Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos.

26 de Marzo 2007... ¡Cuánto esperaba la llegada de este día! Y ahí la tenemos, acá está la nueva versión - revisada por el genial Gabo - de LA obra maestra de la literatura hispanoamericana. En este 2007 se homenajea el libro Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, que cumple cuarenta años desde su publicación. También hace veinticinco años del Nóbel y ochenta de su nacimiento.
Podría hacer una reseña formal del texto, podría escribir sobre la huella indeleble de Ursula Iguarán, la belleza de Remedios, la tristeza del castaño o la taza de café sin azúcar de los Buendía. Pero si estás acá, probablemente sepas de que hablo. Prefiero hablar de las sensaciones, ideas y recuerdos que este texto despierta cada vez que lo tengo entre mis manos.
Me acerqué por primera vez a los Cien años cuando de años tenía solamente catorce. Con la muerte de un queridísimo amigo argentino, heredé sus sueños y su biblioteca. Unos cincuenta libros rigurosamente cuidados, con tanto perfume de soledad como de relectura. Era un volúmen grande, con tapas de cuero marrón, que encerraba La Mala Hora, La Hojarasca, Relato de un Náufrago, El coronel no tiene quien le escriba, y Cien años de soledad.
Tardé tres días y medio en terminarlo. Desde ese día no faltó nunca en mi biblioteca un texto escrito por Gabo.
Devoré tanto narrativa como obra periodística. Pero Cien años no pude volver a leerlo. Por años quise reintentar la empresa, pero no lo lograba, una fuerza descomunal me impedía avanzar mucho más allá de la fundación de Macondo. Eran tantas y tan encontradas las sensaciones que me provocaba que prefería cerrarlo y hundirme Entre Cachacos o entre Textos costeños.
Logré acercarme a la estirpe solitaria sólo desde la soledad del "exilio". Sólo desde la lejanía de mi tierra natal reviví una y otra vez la historia de la familia de la cual el primero está atado a un castaño y al último se lo están devorando las hormigas. Lo leí en todos los idiomas que sabía leer. Lo leí desde el inicio, desde la mitad, abriendo una página al azar. Lo leí en la cama, en silencio, sufriendo la soledad de los personajes como si fuera la mía. Imaginando la vida de Amaranta en mi propia piel y con temor a que el tiempo cierre alguna vez las puertas del afecto, así como la guerra cerró las del Coronel Aureliano.
He leído Cien años dos veces en lo que va de este mes de marzo, lo leí tantas otras veces. Siempre deja en mi cuerpo una sensación de muerte, de soledad y de nostalgia inmensa, tan grande como toda la América latina. Me desarma, me desploma, me golpea. Pero es tan adictivo como la cal, la tierra y las lombrices de Rebeca Buendía.
María Gabriela Ancarola

domingo, 11 de marzo de 2007

La traducibilidad de la cultura.


Cuando un traductor trabaja en la transposición de un texto de un idioma a otro - o más fácil aún: cuando un traductor traduce - antes que nada se ve envuelto en un proceso de mediación cultural anterior al proceso de mediación lingüística.

Su función será aquella de hacer llegar al lector del texto que está produciendo - metatexto - la cultura dentro de la cual nace el original; la cultura del autor que a su vez encierra tantas otras culturas.

Si partimos del presupuesto que afirma la imposibilidad de la existencia de una traducción neutra (y de hecho, si damos a dos traductores el mismo texto es casi imposible, o por lo menos raro, que produzcan dos versiones iguales en su totalidad), al recorrer este camino el traductor dejará plasmada la propia cultura en su producto final, en su traducción.

El traductor, puente entre la cultura del original y aquella del metatexto, es portador de un propio bagaje cultural que se verá reflejado, en mayor o menor medida, en su traducción, en el texto al cual la traducción dará vida.

No obstante, el proceso traductivo no se detiene en este punto. La tarea de un traductor comprende además el trabajo de dar vida al nuevo texto en el marco de la cultura receptora. Adaptándolo y moldeándolo teniendo siempre en mente las exigencias de su "lector ideal". Elaborará un texto que fluya de manera natural dentro del ámbito receptivo.

Si tenemos en cuenta estas tres etapas del proceso, un traductor puede ser considerado como un portador de culturas que ayuda a cruzar ese puente, a veces invisible pero siempre real, que comunica, une y pone en relación dos culturas diferentes. Un buen traductor lo podrá hacer sólo si es capaz de aportar elementos de la propia cultura.

María Gabriela Ancarola